Una vez visitada la pequeña población de Vao teníamos que decidir si esperar a que regresara el expatriado francés con su destartalado Renault Twingo o bien intentar buscar otro medio alternativo para continuar visitando la Isla de los Pinos. De todas formas regresar con él significaba que volvíamos a la zona del barco de nuevo, corriendo el riesgo de que no tuviéramos ningún medio de transporte para seguir conociendo la preciosa isla. Así que a una de nuestras amigas argentinas se le ocurrió parar a uno de los habitantes locales que estaba con su Peugeot en la plaza de la Iglesia de Vao y pedirle si quería hacer de guía improvisado para nosotros. A esas alturas yo me había acercado a la ventanilla del sorprendido conductor que no sabía muy bien que contestación darnos, entre otras cosas porque sólo hablaba un peculiar francés, aunque para entonces ya se había incorporado el espabilado de la isla que hacía de intérprete y al que aconsejaba qué debía cobrarnos. Al final llegamos a un acuerdo económico auspiciado por el listillo al que conocíamos de la zona del desembarque del Oosterdam, y que no nos generó buenas vibraciones. El caso es que ya estábamos los cuatro sentados en el revuelto interior del Peugeot 206 ante la incredulidad de nuestro guía ocasional. Y aunque reconozco que el comienzo fue difícil para él, tengo que decir que al final de nuestro contacto de cuatro horas (o más, no lo recuerdo exactamente) por todas las bahías de la Isla de los Pinos, a la que además circundamos en todo su perímetro, estoy convencido que se va a replantear su futuro profesional y complementar los ingresos de sus plantaciones con los de guía turístico ocasional.