Nuestro viaje hacia el sur de la costa eslovena, a la región de Istria, acababa en la pequeña ciudad de Piran, muy cerca de la frontera croata. Una ciudad que perteneció a la Serenísima Republica de Venecia durante más de cinco siglos. Llegamos hasta ella después de atravesar una enrevesada carretera con sube y bajas constantes, que ofrecía a momentos unas bellísimas vistas de pequeños bosques, calas escondidas y diversión constante al volante. Descendimos por una gran pendiente hasta encontrarnos en las mismas puertas del pueblo. Pero claro, no iba a ser tan fácil y al estar el acceso restringido al mismo, no nos quedó más remedio que dejar el coche en un aparcamiento público que se encuentra a mitad de la cuesta y que está excavado en terrazas en la misma ladera que cae hacia el mar. Para bajar ningún problema, aunque con el sofocante calor que hacía y a medida que íbamos descendiendo, ya sabíamos que la vuelta hasta el coche se iba a hacer bastante dura. Con lo primero que nos topamos fue con un largo malecón que los turistas y locales utilizan a modo de solarium y al que han instalado en algunos tramos escaleras que dan acceso al mar y que permiten darse un buen baño. Y con el calor que hacía no nos lo pensamos dos veces. Afortunadamente llevábamos en la bolsa una toalla y los bañadores pero…¡ vaya fallo !.. y gordo. No los teníamos puestos así que tuvimos que enroscarnos la toalla por turnos, y haciendo equilibrios y malabares como tantas veces hemos visto a otros en las playas, conseguir colocarnos el bañador sin enseñar las vergüenzas, o lo menos posible en mi caso, ya que demostré una gran inutilidad para tal menester. Y es que mira que es complicado colocarse un bañador con la “jodía” toalla, es todo un arte. Aunque la recompensa fue enorme. Zambullirse en esas transparentes aguas de color turquesa, en un día cuyas temperaturas a la sombra superaban los treinta grados, fue como diría Enrique Iglesias “una experiencia religiosa”. Eso si, a la hora de acceder al muelle de nuevo por la escalera había que tener sumo cuidado si uno no quería dejarse la mandíbula o cualquier otra cosa, ya que al espabilado de turno sólo se le ocurrió poner escalones redondos de acero inoxidable que resbalaban como una anguila empapada en aceite. Y para acabar de redondear el ejercicio de riesgo , los peldaños estaban soldados a casi un metro de separación entre ellos con lo que había que descoyuntarse medio cuerpo para poder subir al muelle de nuevo, aunque nosotros al menos pasamos la prueba con éxito y sin rompernos la crisma.